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Una desglobalización comercial combinada con una interdependencia tecnológica implica una transformación compleja de las dinámicas económicas y geopolíticas.

El retorno del proteccionismo:

Las medidas arancelarias de Trump en 2025 y su impacto en América Latina y Uruguay

En las últimas décadas, el mundo ha transitado por una fase de creciente globalización, caracterizada por la apertura de mercados, la expansión del comercio internacional y la integración de cadenas de suministro a escala planetaria. Sin embargo, en años recientes, este proceso ha comenzado a revertirse con la aparición de un fenómeno conocido como desglobalización comercial. Este concepto hace referencia a la tendencia de los países a reducir su nivel de integración económica internacional, lo cual se manifiesta de distintas maneras: el aumento de aranceles y barreras comerciales, la disminución del volumen de comercio entre naciones, el retorno de industrias a los países de origen (reshoring) y una creciente regionalización de las cadenas de valor. Asimismo, se observa un énfasis renovado en la autosuficiencia nacional o regional, lo cual ha empezado a transformar las reglas del comercio global.

La desglobalización conlleva una serie de implicaciones económicas profundas. Por un lado, disminuye la dependencia del comercio exterior, lo que puede fortalecer ciertas industrias locales. Por otro, rompe con la lógica de producir donde resulta más barato o eficiente, lo que reduce la eficiencia global de los mercados. Esto puede derivar en una mayor volatilidad de precios, tensiones económicas entre regiones e incluso en un repunte inflacionario, especialmente si los bienes importados se encarecen debido a las nuevas barreras arancelarias. En este contexto, el comercio internacional ya no se percibe únicamente como una vía para el desarrollo económico, sino también como una herramienta estratégica de poder y control.

A pesar de esta tendencia hacia la retracción comercial, existe un ámbito en el que la interdependencia entre los países no solo persiste, sino que se ha intensificado: el tecnológico. La interdependencia tecnológica describe un escenario en el cual los países, aunque reduzcan sus vínculos comerciales tradicionales, siguen dependiendo fuertemente unos de otros en sectores clave como los microchips, la inteligencia artificial, las telecomunicaciones y el software. Las plataformas digitales globales —como Google, Amazon o Alibaba— y las infraestructuras críticas conectadas, como el 5G, los satélites o los centros de datos, son ejemplos evidentes de esta interconexión persistente. Además, el acceso a patentes, estándares tecnológicos y conocimiento técnico compartido continúa siendo vital para el desarrollo de cualquier nación.

Esta interdependencia implica que ningún país puede desarrollarse de forma completamente autónoma en el ámbito de la tecnología avanzada. Incluso en un contexto de desglobalización comercial, las naciones siguen siendo vulnerables a las decisiones tecnológicas de otras potencias. Esto ha dado lugar a conflictos geoestratégicos de nuevo tipo, donde las «guerras tecnológicas» adquieren mayor protagonismo que las disputas meramente comerciales. Ejemplos concretos de esta dinámica son los casos de Huawei o TikTok, donde Estados Unidos impuso restricciones no por razones económicas, sino por cuestiones de seguridad nacional y control digital.

Cuando la desglobalización comercial y la interdependencia tecnológica conviven, se genera una contradicción compleja. Mientras se busca reducir la dependencia económica del exterior mediante el cierre de mercados o la relocalización de industrias, la conexión tecnológica entre países sigue siendo esencial e incluso se profundiza. Esto provoca una fragmentación del mundo en bloques geoestratégicos: algunos países se alinean tecnológicamente con Estados Unidos, otros con China o Europa, dando lugar a esferas de influencia digital. En este escenario, la vulnerabilidad es cruzada: una nación puede proteger su industria local con aranceles, pero si no tiene acceso a chips o software extranjero, sus capacidades productivas se ven igualmente limitadas.

Un ejemplo práctico de esta paradoja puede observarse en la relación entre Estados Unidos, China y Taiwán. Mientras Washington impone aranceles a los productos chinos como parte de su estrategia de desglobalización, continúa dependiendo de los chips avanzados producidos en Taiwán. Al mismo tiempo, China intenta alcanzar la autosuficiencia tecnológica en semiconductores, pero sigue necesitando maquinaria especializada de origen europeo y software estadounidense. Esta interdependencia forzada revela que, en el siglo XXI, el poder económico no se mide solo por la capacidad de exportar o importar bienes, sino también por el acceso y control del conocimiento tecnológico.

Esta tendencia hacia la desglobalización está íntimamente relacionada con el resurgimiento del proteccionismo económico, una política mediante la cual los gobiernos imponen barreras para proteger a sus industrias nacionales de la competencia extranjera. La imposición de aranceles, cuotas a las importaciones, subsidios a la producción interna y la promoción del consumo de bienes nacionales son expresiones concretas de esta lógica. Aunque el proteccionismo busca fomentar el empleo y la producción local, también puede distorsionar los mercados y afectar negativamente al consumidor final, al limitar la variedad de productos y elevar sus precios. En este sentido, la desglobalización actual no es solo una consecuencia de cambios económicos, sino también una respuesta política frente a las tensiones sociales derivadas de la globalización previa.

El proteccionismo, cuando se inserta en un mundo tecnológicamente interdependiente, genera desafíos aún mayores. Si bien puede tener efectos positivos en términos de desarrollo industrial local, corre el riesgo de aislar tecnológicamente a los países que no logren insertarse en las redes globales de innovación. A largo plazo, el aislamiento podría debilitar la competitividad de una nación y limitar su capacidad para adaptarse a los cambios tecnológicos globales. Por ello, los gobiernos deben encontrar un equilibrio entre proteger sectores estratégicos y mantener vínculos internacionales que les permitan acceder a los recursos y conocimientos necesarios para prosperar en la economía digital.

La política disruptiva de Trump y la desgloblización

El retorno de Donald J. Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2025 marca un nuevo punto de inflexión en la política comercial global. Fiel a su lema «America First», el presidente republicano ha reinstalado una agenda proteccionista centrada en fuertes medidas arancelarias, desafiando nuevamente el multilateralismo que rigió el comercio mundial durante décadas. Las decisiones tomadas en los primeros meses de su segundo mandato han generado un temblor geopolítico que resuena más allá de las fronteras estadounidenses.

El contexto internacional de 2025 es muy diferente al que Trump encontró en su primera presidencia. El mundo atraviesa una reconfiguración del orden global, con tensiones crecientes entre potencias, disrupciones tecnológicas, conflictos energéticos y una marcada tendencia hacia la desglobalización. En este escenario, las medidas comerciales adoptadas por Estados Unidos no solo tienen consecuencias económicas, sino profundas implicancias políticas y estratégicas.

A pocos días de asumir su segundo mandato, Donald Trump anunció un paquete de medidas arancelarias que marcarían el rumbo económico de su gobierno. La más significativa fue la imposición de un arancel general del 10% sobre todas las importaciones a Estados Unidos, acompañado de un arancel específico del 60% sobre los productos de origen chino. Esta política, que recuerda los episodios más intensos de su primera presidencia (2017-2021), busca reducir el déficit comercial, repatriar industrias y proteger el empleo estadounidense.

La administración justificó estas medidas en términos de soberanía económica y seguridad nacional. En sus discursos, Trump ha insistido en que la dependencia de productos extranjeros, especialmente de China, debilita a Estados Unidos y lo expone a riesgos estratégicos. A esto se suma un discurso anti-globalista que ha calado hondo en sectores afectados por la desindustrialización y la automatización.

Si bien estas medidas encuentran apoyo en sectores del electorado estadounidense, han sido criticadas por economistas, empresarios y aliados internacionales, quienes advierten sobre sus efectos inflacionarios y su potencial para generar represalias comerciales. En efecto, el regreso del proteccionismo norteamericano está generando una nueva ola de tensiones económicas a nivel global.

La respuesta internacional a las medidas de Trump no se hizo esperar. China calificó los aranceles como una «agresión económica» y respondió con medidas similares sobre productos agrícolas y tecnológicos estadounidenses. La Unión Europea, si bien más cauta, expresó su preocupación por el impacto sistémico de estas políticas sobre la economía global y anunció que evaluará contramedidas si las exportaciones europeas se ven afectadas.

La Organización Mundial del Comercio (OMC) enfrenta una nueva crisis de legitimidad, debilitada por años de inacción y paralización de su órgano de apelación. Trump ha reiterado su escepticismo hacia las reglas multilaterales, apostando por acuerdos bilaterales donde Estados Unidos pueda imponer sus condiciones. Esto alimenta una tendencia hacia la fragmentación del comercio mundial en bloques regionales o alianzas estratégicas.

Asimismo, se observa una creciente polarización geoeconómica: países afines a EE. UU. intentan adaptar sus cadenas de suministro para alinearse con las nuevas reglas del juego (friendshoring), mientras que China busca profundizar su liderazgo en Asia, África y América Latina a través de iniciativas como la Franja y la Ruta.

Este clima de incertidumbre afecta a todos los países, pero América Latina, por su condición de periferia exportadora y su dependencia de los mercados globales, se encuentra especialmente expuesta.

América Latina en el nuevo escenario geoeconómico

Las medidas arancelarias de Trump reconfiguran el tablero comercial mundial y obligan a América Latina a redefinir su lugar en él. Países como México, Brasil, Argentina, Colombia y Chile, principales exportadores hacia EE. UU., enfrentan consecuencias dispares dependiendo de la naturaleza de sus exportaciones y su nivel de integración con la economía norteamericana.

México, por ejemplo, que forma parte del T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá), podría verse relativamente protegido en ciertos sectores, pero enfrenta amenazas en el sector automotriz si se endurecen las reglas de origen. Brasil y Argentina, con estructuras exportadoras más centradas en commodities, podrían encontrar oportunidades en la venta de alimentos a China si se intensifica la disputa Washington-Pekín.

La política de «nearshoring» —la relocalización de industrias cerca del mercado norteamericano— podría beneficiar a países latinoamericanos que ofrezcan estabilidad, mano de obra calificada y acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. Costa Rica, Panamá o República Dominicana están ya posicionándose como destinos atractivos para ciertas industrias.

Sin embargo, también hay riesgos: el aumento de barreras al comercio puede encarecer insumos importados, afectar inversiones y generar efectos inflacionarios. A esto se suma la posibilidad de ser arrastrados a una lógica de alineamientos geopolíticos, obligando a los países latinoamericanos a tomar partido en una confrontación que no han elegido.

En este contexto, la región enfrenta el dilema entre diversificar sus relaciones comerciales y reforzar su autonomía estratégica o quedar atrapada entre las exigencias de las potencias. Para países pequeños como Uruguay, esta tensión adquiere una dimensión crítica.

El caso de Uruguay: oportunidades, riesgos y desafíos

Uruguay, tradicionalmente un país de perfil bajo en la arena geopolítica, se encuentra ante un nuevo escenario de alta complejidad. Si bien sus exportaciones a Estados Unidos representan una porción menor del total (alrededor del 5%), los efectos indirectos del nuevo proteccionismo estadounidense podrían impactar en diversas áreas.

Por un lado, el aumento de la tensión entre EE. UU. y China podría reforzar la importancia del mercado chino para Uruguay, que ya es el principal destino de exportaciones uruguayas. En este sentido, productos como la carne bovina, la soja y la celulosa podrían consolidarse en el mercado asiático si China redirige su demanda ante los obstáculos comerciales con Estados Unidos.

Sin embargo, esta creciente dependencia de China también conlleva riesgos: una excesiva concentración del comercio en un solo socio puede aumentar la vulnerabilidad ante cambios en la demanda, regulaciones sanitarias o conflictos diplomáticos. Además, una profundización del vínculo con China puede generar tensiones con socios occidentales si el conflicto comercial escala a una confrontación geopolítica más amplia.

Por otro lado, Uruguay podría aprovechar su estabilidad institucional, marco legal previsible y capital humano calificado para atraer inversiones industriales que busquen salir de Asia y acercarse al mercado estadounidense. No obstante, la falta de un acuerdo comercial con EE. UU. limita este potencial.

A nivel regional, el Mercosur representa tanto un obstáculo como una oportunidad. Las rigideces del bloque dificultan la firma de tratados bilaterales, pero también ofrecen una plataforma para la coordinación frente a los nuevos desafíos globales. Uruguay ha manifestado su interés en flexibilizar el bloque, explorando acuerdos con China y otros países asiáticos, una estrategia que cobra aún más relevancia ante la nueva ola de proteccionismo global.

Finalmente, el país debe redoblar su diplomacia económica, diversificar mercados, invertir en valor agregado y promover alianzas estratégicas en sectores como la energía verde, la biotecnología o los servicios digitales, que lo posicionen como un actor confiable en medio de la incertidumbre internacional.

América Latina, y particularmente Uruguay, no pueden mantenerse al margen de este nuevo escenario. Aunque el impacto directo de los aranceles pueda ser limitado, las consecuencias indirectas —cambios en los flujos comerciales, desplazamiento de inversiones, aumento de la volatilidad internacional— son profundas y duraderas. Ante este panorama, se impone la necesidad de una visión estratégica regional, capaz de anticipar escenarios, diversificar alianzas y construir autonomía en un mundo cada vez más incierto.

Uruguay, con su tradición diplomática, su compromiso con el derecho internacional y su estabilidad democrática, tiene activos importantes para navegar esta nueva era. Pero deberá complementarlos con audacia, innovación y apertura estratégica si quiere convertir los desafíos en oportunidades y asegurar un lugar propio en la compleja geopolítica del siglo XXI.

Hacia un Nuevo Orden Comercial (NOC): transformación del comercio global en la era post-liberal

El sistema comercial internacional tal como lo conocimos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial está en proceso de transformación profunda. Las ideas fundacionales del libre comercio, el multilateralismo, la interdependencia y la liberalización progresiva han entrado en crisis. El regreso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos en 2025, junto con la intensificación de la rivalidad sino-estadounidense y la creciente fragmentación geoeconómica, constituyen señales claras de este cambio.

Estamos ante el surgimiento de un Nuevo Orden Comercial (NOC): un sistema aún en construcción, caracterizado por la erosión de las instituciones tradicionales, el predominio de estrategias nacionalistas y el rediseño de las cadenas de valor bajo criterios de seguridad, ideología y poder. Este nuevo orden no es una simple adaptación del viejo modelo: representa un quiebre estructural en las reglas, actores y lógicas del comercio global.

El Nuevo Orden Comercial (NOC) puede definirse como un conjunto emergente de normas, prácticas y relaciones internacionales que rigen el comercio global fuera de los marcos tradicionales del libre mercado y el multilateralismo. Este nuevo orden no surge de un tratado fundacional ni de una arquitectura consensuada, sino del colapso progresivo de las reglas anteriores y de la imposición de nuevas formas de relación comercial por parte de las grandes potencias.

Características:

Fragmentación del multilateralismo: Las instituciones globales como la OMC han perdido relevancia. El comercio se negocia de forma bilateral o en bloques regionales, con escaso respeto por las reglas comunes.

Geoeconomía en lugar de economía: Las decisiones comerciales se subordinan a estrategias de poder, seguridad y control tecnológico. Se impone la lógica del «friendshoring» y el «decoupling» entre potencias.

Retorno del proteccionismo selectivo: Lejos de la liberalización progresiva, se imponen aranceles, subsidios internos, controles de exportación y barreras tecnológicas como herramientas de soberanía económica.

Prioridad a la resiliencia sobre la eficiencia: Las cadenas globales de suministro se reconfiguran para ser menos eficientes pero más seguras y predecibles.

Dualidad normativa: Convivencia de dos (o más) sistemas paralelos: el liderado por EE. UU. y aliados occidentales, y otro encabezado por China y sus socios estratégicos.

El NOC no supone el fin del comercio internacional, sino su transformación radical. Se comercia menos, de forma más cara y más politizada. Ya no se busca maximizar el beneficio mutuo, sino controlar recursos, dominar tecnologías clave y limitar la dependencia del adversario.

Factores estructurales que explican el NOC

Crisis económica

La globalización generó crecimiento, pero también desigualdades, precarización laboral, deslocalización de industrias y vulnerabilidades sistémicas. Esto alimentó el surgimiento de nacionalismos económicos y populismos que cuestionan los beneficios del libre comercio.

Rivalidad entre Estados Unidos y China

La competencia por el liderazgo mundial es el principal motor del NOC. El comercio se ha convertido en un campo de batalla geopolítico, donde ambos países utilizan aranceles, controles de exportación, sanciones y subsidios para debilitarse mutuamente. Esto fragmenta al mundo en esferas de influencia comercial.

Pandemias, guerras y disrupciones

La COVID-19, la guerra en Ucrania, y otros conflictos han revelado los riesgos de la interdependencia global. La seguridad alimentaria, energética y sanitaria pasaron a primer plano. Las cadenas de suministro son ahora vistas como activos estratégicos, no solo económicos.

La incapacidad de organismos como la OMC para adaptarse a los nuevos tiempos ha generado desconfianza. En su lugar, proliferan tratados bilaterales, acuerdos ad hoc y bloques geoeconómicos como el RCEP (Asia), el T-MEC (América del Norte), o la Iniciativa de la Franja y la Ruta (China).

América Latina, tradicionalmente insertada en la economía global como proveedora de materias primas, enfrenta un doble desafío en el contexto del NOC: adaptarse a la nueva lógica comercial, y al mismo tiempo preservar su autonomía y oportunidades de desarrollo.

La región carece de una estrategia común frente al nuevo escenario. Algunos países buscan acercarse a EE. UU. (México, Colombia), otros a China (Brasil, Argentina), y otros intentan jugar un rol más autónomo. Esto debilita la capacidad de negociación conjunta y agrava la fragmentación regional.

Nuevas oportunidades y nuevos riesgos

  • Nearshoring y relocalización industrial: Países con estabilidad, cercanía y acuerdos con EE. UU. pueden captar inversiones. Es el caso de México, Costa Rica, República Dominicana.
  • Aumento de la demanda china: Si China necesita sustituir importaciones de EE. UU., puede aumentar la demanda de alimentos, minerales y energía en América del Sur.
  • Riesgo de alineamientos forzados: América Latina puede quedar atrapada entre la presión estadounidense y los incentivos chinos. Se vuelve necesario desarrollar una estrategia de no alineamiento activo.

El NOC revaloriza los recursos naturales: litio, cobre, alimentos, agua, biodiversidad. América Latina posee muchos de estos activos..

El lugar de Uruguay en el Nuevo Orden Comercial

Uruguay es un país pequeño pero con ventajas estratégicas clave: estabilidad democrática, buena imagen internacional, apertura comercial y especialización en sectores con alta demanda (alimentos, forestación, energías renovables, servicios).

En el contexto del NOC, Uruguay debe redefinir su estrategia internacional en cinco líneas:

No puede depender únicamente de China ni limitarse a Mercosur. Debe explorar nuevos socios (India, sudeste asiático, África) y modernizar su matriz exportadora

Ante la parálisis del multilateralismo y la rigidez del Mercosur, Uruguay necesita buscar acuerdos comerciales flexibles que le permitan integrarse a cadenas de valor más dinámicas.

Servicios globales, software, energía verde, biotecnología y agrointeligente son sectores que pueden posicionar a Uruguay en el NOC como proveedor de bienes y servicios de alto valor agregado.

Es clave construir alianzas pragmáticas, mantener la neutralidad frente a grandes potencias y posicionarse como un socio confiable en un mundo fragmentado.

La mejor defensa frente al nuevo orden es una economía sólida, predecible y abierta al mundo. Uruguay tiene margen para fortalecer su competitividad sin perder su cohesión social.

El Nuevo Orden Comercial no es simplemente una fase transitoria del capitalismo global. Es un reordenamiento estructural que responde a nuevas lógicas de poder, seguridad y rivalidad sistémica. En este marco, el comercio deja de ser un fin en sí mismo y pasa a ser una herramienta geopolítica.

América Latina, y especialmente Uruguay, tienen ante sí una encrucijada: adaptarse o quedar rezagados. Este momento histórico exige audacia, innovación, cooperación y visión estratégica. Uruguay debe mirar más allá del Mercosur, más allá de los mercados tradicionales, y posicionarse como un actor relevante en este mundo emergente.

El NOC representa un desafío, pero también una oportunidad para los países que sepan leer las señales del cambio y actuar con inteligencia y pragmatismo.

La piedra angular de esta estrategia es el proteccionismo arancelario. Esta política no solo tiene efectos económicos, sino que constituye una herramienta de política exterior con un fuerte componente simbólico: marcar el dominio estadounidense, castigar a sus rivales comerciales y condicionar a sus aliados. Así, los aranceles se transforman en armas en una guerra económica de largo aliento, con profundas consecuencias para la estabilidad y la gobernanza global.

En un contexto mundial de creciente desglobalización, rivalidades entre grandes potencias, conflictos energéticos, transformación tecnológica y agotamiento del multilateralismo, las decisiones tomadas en Washington tienen impactos globales. Este análisis se propone desentrañar esos efectos, con énfasis en América Latina y Uruguay, países que, aunque periféricos, están expuestos a los vientos del conflicto geoeconómico.

Las medidas arancelarias de Trump en 2025: contenido y fundamentos

En sus primeros cien días de gobierno, Trump ha ejecutado un paquete arancelario sin precedentes en la historia reciente de Estados Unidos. La medida central es la imposición de un arancel general del 10% sobre todas las importaciones, lo que rompe con la tradición liberalista estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial. Este arancel universal se combina con un arancel del 60% exclusivamente aplicado a productos chinos, incluidos bienes tecnológicos, electrónicos, maquinaria y manufacturas.

El razonamiento detrás de estas medidas responde a tres objetivos fundamentales:

Repatriar la producción industrial: Trump busca incentivar el retorno de fábricas e inversiones productivas a territorio estadounidense, con la promesa de recuperar empleos perdidos en estados clave del llamado “cinturón industrial”.

Debilitar a China como rival estratégico: La rivalidad con el gigante asiático es estructural y va más allá de lo comercial. Washington acusa a Beijing de prácticas desleales, robo de propiedad intelectual y de utilizar su poder económico para influir políticamente en países de África, Asia y América Latina.

Reconfigurar el comercio internacional bajo reglas unilaterales: Trump rechaza la autoridad de la OMC y promueve relaciones bilaterales donde Estados Unidos pueda imponer condiciones favorables. Esto responde a una visión neomercantilista donde el comercio debe generar superávit, no solo eficiencia.

En términos históricos, estas medidas evocan el Acta Smoot-Hawley de 1930, que también impuso aranceles masivos con consecuencias desastrosas. Sin embargo, la administración Trump sostiene que esta vez la situación es distinta: EE. UU. es la principal potencia tecnológica y financiera, y puede resistir mejor las represalias.

La respuesta internacional ha sido rápida y fragmentada. China denunció las medidas como “coerción económica” y aplicó represalias arancelarias sobre productos agrícolas, energía, minerales estratégicos y bienes de consumo estadounidenses. Al mismo tiempo, profundizó sus vínculos con Rusia, Irán y países del Sur Global, posicionándose como defensora del libre comercio global, en una inversión retórica significativa.

La Unión Europea expresó su malestar, advirtiendo que las decisiones de Washington “socavan la confianza en el sistema internacional de comercio”. Bruselas evalúa contramedidas que no solo incluyan aranceles, sino restricciones a empresas tecnológicas estadounidenses. Además, busca reforzar la autonomía estratégica europea en sectores como energía, defensa y tecnología.

El Sudeste Asiático, clave en las cadenas de suministro globales, enfrenta un dilema: alinear sus exportaciones con las nuevas exigencias de EE. UU. o mantener sus vínculos con China. Países como Vietnam, Indonesia y Tailandia podrían beneficiarse del “desvío de comercio”, pero también enfrentan presiones para elegir un bando.

Organismos multilaterales como la OMC y el FMI muestran signos de debilitamiento. La incapacidad de generar consensos y la parálisis de los mecanismos de resolución de disputas aceleran la fragmentación del orden económico global. En su lugar, emergen bloques regionales y tratados bilaterales de conveniencia, en los que priman los intereses nacionales sobre las normas colectivas.

Esta dinámica crea un sistema comercial multipolar, conflictivo y volátil, en el que América Latina debe encontrar nuevas estrategias para evitar ser marginada o subordinada.

América Latina: entre la fragmentación y la oportunidad

América Latina enfrenta un escenario ambiguo. Por un lado, la disrupción comercial global puede generar oportunidades: nuevos mercados, inversiones reubicadas, y la posibilidad de insertarse en cadenas regionales si las empresas globales buscan reducir su exposición a Asia. Por otro lado, la región se caracteriza por debilidades estructurales: baja inversión en innovación, dependencia de commodities, infraestructura deficiente y escasa coordinación regional.

México, por su cercanía geográfica y el T-MEC, podría capitalizar el nearshoring, atrayendo industrias que busquen abastecer al mercado estadounidense desde territorio seguro. Sin embargo, su dependencia de EE. UU. lo vuelve vulnerable a cambios de reglas, sanciones o tensiones políticas.

Brasil y Argentina, con mayor autonomía comercial, podrían beneficiarse del aumento de la demanda china de alimentos y energía, si China decide castigar a proveedores estadounidenses. Pero sufre por la falta de acuerdos preferenciales con EE. UU. y su inestabilidad macroeconómica.

Chile, Perú y Colombia, con tratados de libre comercio activos con EE. UU., pueden convertirse en proveedores alternativos en algunos sectores, aunque el peso de sus economías es limitado en la balanza global.

En este marco, la región carece de una estrategia común. El debilitamiento de organismos como UNASUR, la parálisis del Mercosur, y la falta de un liderazgo regional fuerte impiden una respuesta coordinada. Cada país actúa según su interés inmediato, lo que los hace más vulnerables frente a presiones externas.

El caso de Uruguay:

Uruguay, con su tamaño reducido y su modelo económico abierto, depende fuertemente del comercio exterior. En este contexto, las medidas de Trump no afectan directamente el intercambio bilateral, pero impactan de forma indirecta a través de los precios internacionales, la reorganización de flujos globales y la creciente rivalidad entre EE. UU. y China.

Dependencia de China y sus implicancias

China representa el 30% de las exportaciones uruguayas. En un contexto de confrontación, Uruguay podría beneficiarse si China redirige su demanda hacia proveedores confiables en América Latina. Esto favorecería a sectores clave como la carne bovina, la soja, la lana y la madera.

Sin embargo, depender demasiado de China también puede ser riesgoso. Una desaceleración de su economía, un endurecimiento de sus regulaciones sanitarias, o decisiones políticas unilaterales pueden afectar fuertemente al país. Además, una alianza excesiva con Beijing podría generar tensiones con EE. UU., que ya observa con recelo la expansión china en América Latina.

Posibilidades de atraer inversión extranjera

La narrativa del nearshoring puede abrir una ventana de oportunidad para Uruguay si se posiciona como un hub de servicios y tecnologías confiables. Empresas norteamericanas que abandonen Asia podrían buscar entornos con seguridad jurídica, mano de obra calificada, conectividad digital y estabilidad democrática.

Uruguay cumple con esos requisitos. Su marco institucional sólido, sus políticas sostenidas en educación, ciencia y tecnología, y su perfil internacional favorable lo hacen un candidato atractivo. No obstante, para aprovechar ese potencial, se necesitan reformas estructurales en logística, infraestructura y promoción de inversiones.

El dilema del Mercosur y la autonomía comercial

La pertenencia al Mercosur impide a Uruguay negociar acuerdos de libre comercio bilaterales sin consenso regional. Esto ha sido objeto de tensiones recientes, especialmente con Argentina. Ante un mundo fragmentado, Uruguay necesita más flexibilidad para firmar tratados que lo integren a mercados dinámicos como Asia o América del Norte.

Una eventual flexibilización del Mercosur permitiría al país negociar directamente con EE. UU. o con otras potencias, mejorando su inserción internacional. Pero esto requiere consensos regionales y una diplomacia activa que combine pragmatismo con visión estratégica.

Política exterior y posicionamiento geopolítico

En este nuevo escenario, Uruguay debe reforzar su política exterior como instrumento de desarrollo. Esto implica diversificar alianzas, mantener su neutralidad activa, y promover espacios de diálogo multilateral. También debe jugar un rol articulador dentro del Mercosur para evitar que la fragmentación regional lo aísle aún más.

Las medidas arancelarias de Trump en 2025 marcan un punto de quiebre. No son simplemente herramientas económicas, sino parte de una estrategia geopolítica que busca redibujar el mapa global bajo los términos de Estados Unidos. En un mundo cada vez más polarizado, estas decisiones reconfiguran alianzas, fragmentan cadenas de valor y empujan a los países a definir su lugar.

Para América Latina, y en particular para Uruguay, esta nueva fase exige una revisión profunda de sus estrategias de inserción internacional. Ya no alcanza con exportar productos primarios o mantener buenas relaciones diplomáticas. Es necesario desarrollar capacidades estratégicas, negociar con inteligencia, innovar en sectores clave y actuar con autonomía.

Uruguay, con su reputación institucional, su capital humano y su vocación internacionalista, puede salir fortalecido si apuesta por una agenda de desarrollo basada en la diversificación, la sostenibilidad y la diplomacia económica inteligente. Pero debe actuar con rapidez, porque el mundo que se configura no esperará a los rezagados.

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