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Hace solo un año

No lucho por una investidura. Lucho por casi ocho millones de personas que marcaron una papeleta. Por los que no pudieron hacerlo. Por los que están dentro y por los que se fueron. ¡Somos la mayoría!

Yo era un funcionario jubilado del servicio exterior. Tenía el hábito de observar desde mi balcón el amanecer y las ruidosas guacamayas que llegaban a comer. Me reunía con mis amigos para tener una peña política. Era la cabeza de la tarjeta del partido Mesa de Unidad Democrática (MUD), la de la manito. Además, compartía y cuidaba de mis nietos, conversaba con mis hijas y cenaba con Mercedes, mi esposa.

365 días después, a un año de haber aceptado la postulación de los principales partidos de oposición, soy el presidente electo de Venezuela, con casi ocho millones de votos. Soy un perseguido político, un exiliado como tantos otros. Tengo un familiar desaparecido, como cientos más; tengo una familia separada, como millones más.

Cuando Omar Barboza, quien presidía en ese entonces la Plataforma Unitaria Democrática, me prestó su saco para tomar la foto del tarjetón electoral, nunca pensé que de candidato tapa pasaría a representar la esperanza y el hambre de democracia que se había avivado en mi país. Ese gesto improvisado, casi doméstico, me puso al frente de un país entero que estaba decidido por el cambio.

Nunca antes me postulé a algún cargo de elección popular. Diplomático de carrera, mi experiencia había sido representar a Venezuela en misiones complejas, a veces tensas. Esta vez no había protocolo. Había una necesidad. Mi candidatura fue, al principio, un acuerdo de urgencia. Venezuela necesitaba una voz que representara los consensos de los partidos políticos y, a la vez, que lograra conectar con la gente.

La campaña no fue tradicional. Fue una sucesión de encuentros con una nación rota, pero con aspiraciones legítimas por una vida mejor. Acompañé a María Corina Machado por pueblos donde no llegaba el transporte, pero sí la gente. En muchos lugares no había tarima ni sonido ni prensa. Pero había oídos atentos, brazos alzados, ganas. Y también había gestos que no olvidaré: militares que abrían paso pese a las órdenes contrarias, niños que repetían consignas, ancianos que lloraban al vernos y el olor a cambio.

El 28 de julio nos confirmaron lo que ya intuíamos: habíamos ganado. Lo sabíamos nosotros, lo sabía el país. Pero esa victoria trajo su precio: la persecución y la amenaza. Debía resguardarme. El primer lugar al que acudí me cerró las puertas, nunca lo olvidaré. Toqué otras, con Mercedes esperando en casa, en vilo. La embajada de Países Bajos se ofreció para acogerme, y allí pasé 37 días. Sin salir. Sin abrir una ventana.

Después vino un traslado discreto, en un carro diplomático, hacia la embajada de España. Comenzó una negociación agotadora de 48 horas. Las condiciones que ponía el régimen eran inaceptables. Querían imponer el olvido. No lo permití. Pero hubo que firmar, porque había que salir. Lo entendí como se entienden los retrocesos tácticos: no se renuncia, se avanza por otro camino.

La tensión del traslado a Maiquetía hizo que no pudiera despedirme con un abrazo de mis nietos. Llegué a una escena que nunca antes pensé vivirla: un avión militar extranjero, que necesitó hacer escala en un país amigo, para repostar combustible, por miedo a sabotajes en mi país. Ese era el ambiente de guerra y dolor.

Desde entonces, he recorrido 59.070 kilómetros: una vuelta y media al mundo. Más de 90 horas de vuelo, lo que equivale a tres días y 17 horas en el aire. En algunos países apenas estuve unas horas. El cuerpo se queja. La voz, no.

Me he reunido con presidentes, reyes, cancilleres, ex presidentes, diputados, fiscales de cortes internacionales, cardenales, embajadores, organismos multilaterales, defensores de derechos humanos, organizaciones de migrantes venezolanos y con migrantes venezolanos obligados. En cada encuentro he entregado un mensaje preciso, directo: robaron la elección del 28 de julio. Se violó la Constitución. Se tortura. Se fuerzan desapariciones. Se encarcela. Y, mientras todo eso ocurre, millones resisten.

No cargo ese mensaje como una consigna. Lo vivo. Tengo un familiar desaparecido. Tengo amigos presos. Tengo el país partido en las maletas de quienes se han ido. En este año he perdido mucho. No solo por la distancia y el exilio, sino por las personas que formaban parte de mi vida cotidiana, de mis conversaciones más profundas. Perdí a dos de mis mejores amigos, Joselin y Norman, quienes siempre fueron los primeros a quienes acudía para consultar cualquier duda, para hablar del país, de la familia, de la vida. No pude estar ni en su despedida. La ausencia de esos amigos pesa de una forma que las palabras no alcanzan a describir. También he perdido a aquellos con quienes compartía mis peñas políticas, aquellos amigos con los que debatía, con los que compartía el fervor de una Venezuela libre, la esperanza de una sociedad distinta. Ya no conversamos. El tiempo y las circunstancias nos han distanciado de una forma que no esperaba. Y, por supuesto, he perdido el día a día con mis nietos. Ese contacto cercano, el poder verlos crecer, el compartir esos momentos simples que hacen la vida. La vida, en su injusticia, nos arranca muchas veces lo que más queremos.

Pero he ganado también. No solo en las elecciones, sino en algo mucho más profundo: la convicción de que esta era mi tarea. Mercedes, siempre tan sabia, me lo recuerda constantemente: «¿Cuántos años nos quedan de vida? ¿Cinco, seis? Dios nos dio esta misión para que nuestros nietos, y todos los venezolanos, tengan un país libre». Esas palabras de Mercedes no solo me acompañan; me reafirman en cada instante. Esa convicción que ella me brinda empieza a sanar el dolor y el duelo. Me recuerda que todo lo perdido, si tiene un propósito, puede ser soportado.

Escogí España por razones personales: aquí vive mi hija menor. Aquí han nacido dos de mis nietas. Aquí, Mercedes y yo, aún podemos abrazar algo de lo que somos: abuelos.

En uno de los vuelos que tomé, el piloto era venezolano. Con voz de capitán, dio la bienvenida a los pasajeros y les explicó la ruta. Luego añadió: «Tenemos el privilegio de transportar en este vuelo al presidente legítimo de Venezuela, Edmundo González Urrutia». Todo el avión estalló en aplausos; algunos pasajeros comenzaron a llorar. Fue emocionante ser capitaneado por un venezolano de una línea internacional, quien hizo sentirnos en casa. En cada vuelo -todos comerciales-, en cada aeropuerto, sucedía algo similar: la gente se acercaba a saludar, a pedir una foto, a dejarnos un recuerdo. Esos pequeños gestos nos daban fuerzas para seguir adelante, para no rendirnos.

En otra ocasión, durante un vuelo de cuatro horas, un grupo de personas coreó «¡Presidente, presidente, Edmundo, Edmundo!» durante todo el vuelo. Esa demostración de cariño, de apoyo, hizo que el tiempo pasara más ligero, y nos recordó lo grande que es la esperanza en Venezuela y lo importante que es seguir luchando. Nos sacó sonrisas.

En una estación de tren en Estrasburgo, mientras corríamos para el abordaje, en un viaje que por razones técnicas haríamos de pie, de repente, escuché: «¡Presidente Edmundo!» con un intento de español. Cuando me di la vuelta vi que eran tres personas que me dijeron ser del Centro Carter. Estaban emocionadas de encontrarnos en un lugar tan alejado. Eran las personas que documentaron y testificaron el triunfo del cambio el 28-J. Ese gesto nos hizo sentir que la lucha tenía pruebas de nuestro triunfo.

Estábamos en el Congreso de EEUU cuando mi hija me llamó para decir: «Se llevaron a Rafael». Ese momento desgarrador, de dolor profundo, marcó otro de los muchos sacrificios que hemos hecho. Aún hoy, no hay palabras para describir lo que sentí.

A los 75 años, uno piensa que ya ha vivido lo que tenía que vivir. Que lo que queda es memoria, no destino. Pero la historia se ha encargado de corregirme. Hoy soy el presidente electo de una nación a la que no le reconocen su voluntad de cambio. Y, aunque parezca una paradoja, esa responsabilidad me da sentido.

No lucho por una investidura. Lucho por casi ocho millones de personas que marcaron una papeleta. Por los que no pudieron hacerlo. Por los que están dentro y por los que se fueron. Por quienes aún creen -y eso es lo más difícil- que vale la pena seguir creyendo. ¡Somos la mayoría!

Edmundo González Urrutia es presidente electo de Venezuela

Opinión de LIBERTAS ante esta carta de compromiso del Presidente electo de Venezuela con su pueblo y con la causa de la Libertad

La carta escrita por Edmundo González Urrutia, presidente electo de Venezuela, no es solo un testimonio personal: es el retrato profundo de un país cuya democracia ha sido violentada y cuya ciudadanía ha sido reducida al silencio. En cada línea se condensan la esperanza, la lucha y el dolor de millones de venezolanos que han visto sus derechos pisoteados por un régimen que se niega a soltar el poder. Este artículo ofrece un análisis amplio de su relato, a la luz de los valores fundamentales de la libertad y la democracia, y del impacto devastador del régimen dictatorial de Nicolás Maduro.

La negación de la voluntad popular

    González Urrutia representa la elección de casi ocho millones de ciudadanos, una mayoría aplastante que vio frustrada su voluntad política. Su victoria, ignorada por el poder de facto, constituye una clara ruptura del contrato democrático. Cuando el voto no produce cambios en el poder, la democracia ha dejado de existir. Las elecciones del 28 de julio fueron el reflejo de una ciudadanía que quiere cambio, pero también una evidencia de cómo el sistema electoral venezolano está manipulado al punto de invalidar su función más esencial: garantizar la soberanía del pueblo.

    De ciudadano a exiliado

      El testimonio de González es el de un hombre que, en sus años de retiro, aspiraba a la tranquilidad y la vida familiar, pero se vio arrojado al centro de una lucha política titánica. La imagen de un abuelo que observa guacamayas desde el balcón y conversa con sus nietos contrasta brutalmente con la de un perseguido político que debe refugiarse en embajadas, negociar su salida bajo condiciones humillantes y separarse de su familia.

      Esta transformación personal es reflejo del drama colectivo que vive Venezuela: la conversión de ciudadanos comunes en víctimas del exilio forzoso, la represión o el miedo constante. Es la criminalización del disenso lo que define a los regímenes autoritarios. En este sentido, el régimen de Maduro no solo anula las elecciones: persigue activamente a quienes se convierten en símbolos del cambio.

      El poder del gesto y la campaña de la esperanza

        Un detalle que resuena con fuerza simbólica es el gesto de Omar Barboza, quien le presta su saco para que aparezca en el tarjetón electoral. Este acto doméstico, casi improvisado, se convierte en un símbolo potente: la política como un acto de urgencia, de compromiso humano antes que de cálculo partidario. En ese mismo espíritu se desarrolla una campaña que no tuvo recursos ni espectáculos, pero sí cercanía, honestidad y hambre de justicia.

        González y María Corina Machado recorrieron los rincones más olvidados del país, sin tarimas ni luces, pero con miles de ciudadanos que acudían solo con sus brazos, sus oídos y su esperanza. Esta campaña austera logró lo que ninguna estructura propagandística puede: conectar con el alma de un pueblo.

        La represión sistemática

          Tras el triunfo, vino el castigo. La represión no se expresó solamente con amenazas abstractas, sino con hechos concretos: persecuciones, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y presión diplomática. González se convierte en símbolo de una represión que no distingue edad, trayectoria ni legalidad. Su vivencia en embajadas, su salida forzosa y la separación familiar reflejan una política de Estado orientada al silenciamiento total del adversario.

          En ese sentido, el testimonio deja claro que en Venezuela no hay condiciones para el ejercicio libre de la política. El régimen no solo niega los resultados electorales, sino que transforma a sus opositores en fugitivos.

          El exilio como trinchera moral

            Ya en el exilio, González no se rinde. Al contrario: multiplica su voz, se convierte en emisario del pueblo venezolano ante la comunidad internacional. Recorre el mundo denunciando el fraude, la tortura, la represión y el sufrimiento de los migrantes. Habla desde la vivencia y no desde el discurso. No representa a una ideología ni a una estructura partidaria, sino a una esperanza común.

            El hecho de que en vuelos comerciales, trenes y aeropuertos lo reconozcan y lo aplaudan, demuestra que su figura ha trascendido los márgenes de la política para convertirse en símbolo nacional. Es la resistencia en estado puro: un hombre mayor, sin ambiciones personales, que transforma su dolor en misión.

            La memoria frente al olvido

              Uno de los elementos más importantes de la carta es el rechazo al olvido. El régimen de Maduro exige silencio, exige pasar página, exige que la historia se acomode a sus intereses. Pero González se niega. Nombra a sus amigos presos. Nombra a los que han muerto. Nombra a su familiar desaparecido. No deja que las pérdidas se diluyan. Las convierte en bandera.

              En un país donde los medios son censurados y los relatos manipulados, este acto de memoria es una forma de resistencia. La carta completa es, en efecto, un archivo testimonial que denuncia y documenta lo que millones han vivido, pero no siempre han podido contar.

              Liderazgo ético frente al poder autoritario

                El liderazgo que encarna González es de una naturaleza muy distinta al que se impone desde el Palacio de Miraflores. No es un liderazgo autoritario, ni mesiánico. No es un caudillo, sino un servidor público que, incluso en medio de la tragedia personal, sigue pensando en el bienestar colectivo. Su figura contrasta con la de un poder que se aferra a su posición mediante la violencia y la corrupción.

                Este contraste, más que político, es moral. Es el enfrentamiento entre la dignidad y el cinismo; entre la legalidad y la fuerza; entre el deseo de un país libre y la imposición de un modelo totalitario.

                Un país partido, pero no vencido

                  El mensaje final de González es profundamente conmovedor: “No lucho por una investidura, lucho por quienes aún creen que vale la pena seguir creyendo”. En esa frase se condensa el espíritu de un pueblo que, aunque golpeado, no ha sido derrotado. Un pueblo que resiste dentro y fuera del país, que se organiza en la diáspora, que se aferra a los valores democráticos como tabla de salvación.

                  La lucha por la democracia en Venezuela no ha terminado. La carta de González Urrutia es testimonio de un país partido en las maletas del exilio, en las celdas de los presos políticos, en los silencios forzados de la censura… pero también en las sonrisas de quienes aún sueñan, en los brazos alzados en los pueblos olvidados, en la voz firme de quien no se resigna.

                  LIBERTAS, por la Libertad, la Democracia y la República.

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